Jugaba
de lateral izquierdo y tú te burlabas de mis malos centros con esa pierna
chueca mía que tanto te molestaba y ni siquiera sé por qué. Tal vez por tu
educadísima diestra que hacía hoyitos y colgaba pelotas de los ángulos, quizá
por ese gol de tiro libre que le clavaste al gran Matías Vega en la final de la
Liga Pichanguera cuando teníamos apenas catorce años y que te consagró como
ídolo de barrio. Desde entonces, el único nombre que sonaba en Puente Alto era
el tuyo.
Con
todo y mis malos centros nos llevaron a los dos a Primera División. Te colaste
en el once titular, yo en los cambios habituales. Empezaste a ganar más que yo
y disfrutabas invitarme el almuerzo en buenos restaurantes, cuando mi sueldo no
me alcanzaba más que para completos o empanadas. Tenía que aceptar tus
propuestas, era yo un mediocre jugador de primera, que de primera sólo tenía el
mote, porque nadie recordaba al lateral zurdo que entraba el minuto 87 para
matar el tiempo, pero sí al brillante mediocampista que le puso medio gol al
centro delantero y que sentenció un partido con esa chilena de clase mundial
que te valió el pase a Europa.
En
nuestra calle hicieron una fiesta para despedirte. Llegaste tarde y curado. Tu
fiesta no era esa, pero fuiste por educación o a lo mejor tu papá te obligó.
Siempre quiso bajarte de la nube, pero te agarrabas a lo más alto, hasta donde
tu educadísima diestra te había llevado.
Saliste
en junio de Santiago, la televisión dedicó muchos minutos a tu partida. Pagaron
trece millones de euros por ti, dejaste la vara alta, decían por donde quiera.
En agosto me escribiste para disculparte por no haberte despedido. Me contaste
lo difícil que era todo. La comida, el clima, los compañeros. Me escribiste
tres párrafos en un correo electrónico. Nada más.
Mejoré.
Me convertí en el cambio común para los segundos tiempos y el entrenador
confiaba en mi habilidad como volante ofensivo más que como defensa. Los
centros eran buenos, los minutos aumentaron y hasta me pagaban un poco más. Me
dio gusto ver el primer gol que anotaste. No fue con la derecha, sino un
cabezazo a contra pie de un golero italiano. Lo gritaste como nunca, lejos de
la soberbia de tus festejos en el Nacional. Ese grito era de liberación porque
ya llevabas nueve fechas y seguías con la pólvora mojada.
No
te aguantaron mucho. En El Mercurio
decían que te quedaba grande esa polera, que te hiciste chiquito cuando saliste
del hogar, que no es lo mismo jugar contra Cobreloa que contra el Real Madrid.
Te pegaban hasta detrás de las orejas. Se olvidaron de tu educadísima diestra y
de los golazos de antología. Yo sí me acordaba de ti, también nuestra gente en
Puente Alto.
En
octubre ya era titular. Jugaba en la media cancha por el lado izquierdo y
llevaba cinco asistencias para gol. Estábamos en el quinto lugar de la tabla y
soñábamos con el campeonato. Para entonces, tú apenas habías concretado tres
goles y estabas lejos de lo que habías sido. Te cambió la mirada confiada y no
te salían las jugadas de fantasía, incluso me di cuenta que ya no las
intentabas.
A
principios de noviembre te contesté aquel mail. Te conté de mí y del equipo que
dejaste. Traté de darte ánimos y te recordé los almuerzos en Vitacura, pero
también los choripanes de la adolescencia, cuando celebrábamos juntos tus goles
y cuando tus burlas por mis malos centros aún no me dañaban. Me respondiste al
día siguiente. Noté en tus palabras cierta alegría. Evitaste hablar de ti y me
preguntaste por mi familia y por los compañeros de camarín que me preguntaban
cómo estabas.
Para
enero estabas en la banca. Nosotros quedamos terceros, pero estábamos felices.
Puse seis pases más para gol y en el último partido tomé un balón de volea para
colgarlo del ángulo, así como tú. No me hicieron fiesta en Puente Alto, tampoco
llovieron ofertas del extranjero, pero tuve la certeza de que por fin era un
jugador de Primera.
Dejaste
de entrar de cambio. Tu equipo compró a un mediocampista alemán que ocupó
definitivamente tu puesto. Jugaba los noventa minutos, asistía, anotaba…tú
aparecías de vez en cuando en las pantallas del estadio, con tu chamarra negra,
gorro y guantes Nike. No salías de ahí ni para calentar y otros muchos partidos
los viste desde la tribuna.
En
mayo nos coronamos en el Nacional. El estadio estaba a reventar y me atrevo a
decir que todo Chile siguió nuestro partido. Se nos escapaba el triunfo, pero
en los minutos finales desbordé por la izquierda y centré para que Abel Díaz,
el flaco veinteañero del que te reías por cómo caminaba, se alzara entre los
zagueros y mandara a guardar el balón. Lo grité como tú ese primer gol en la
Liga Pichanguera, como tú ese cabezazo en Europa, como mi primera gran victoria
de jugador de primera.
Viniste
de vacaciones. Me avisaste dos semanas antes de llegar. Tu papá fue por ti a
Pudahuel y te llevó a nuestra calle, a pesar de que tú ya vivías en La Reina
desde que empezaste a ganar más que todos en el equipo. Escuché el motor del
auto de tu viejo y salí para recibirte. Me miraste de esa forma que ya habías
olvidado. Abriste los brazos y sonreíste. “Volví”, me dijiste. Solté una
carcajada y te abracé. Eras el mismo, el mismo cabro de catorce años queriendo
colgar balones de los ángulos. Te había extrañado tanto.
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